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sábado, 21 de enero de 2012

EL DESAFÍO DE LAS ÁGUILAS (WHERE EAGLES DARE)



SINOPSIS. Sur de Alemania, finales del año 1943. Un grupo de élite integrado por cinco agentes británicos recibe la encomienda de la difícil misión de rescatar a un general capturado y retenido por los alemanes en una fortaleza de Baviera (el castillo de Schloss Adler) y que es portador de importante información sobre la invasión de Europa. El comando está a las órdenes del Mayor Smith (Richard Burton) y el teniente americano Morris Schaffer (Clint Eastwood). Pero todo resulta fruto de un plan de mayor calado dado que el general prisionero de los alemanes no es más que  un impostor y toda la maniobra tiene por objeto desenmascarar a un agente doble infiltrado entre los Aliados. No tardarán en darse cuenta de que está más cerca de lo que creen, lo que reporta mayores dificultades en su cometido.


LO MEJOR DE LA PELICULA. El catálogo buenos ingredientes que obran en “El desafío de las águilas” es extenso y pueden advertirse su notabilísimo reparto (además de los protagonistas pueden verse a unas espléndidas Ingrid Pitt o Mary Ure, así como unos papeles secundarios destacados), una ambientación exterior impresionante con soberbios parajes alpinos o una dotación técnica y armamentística de libro. El director, Bryan G. Hutton, no escatimó medios, lo cual es, asimismo, plausible. No obstante todo lo anterior, no puede pasarse por un comentario de esta película sin hacer una merecida mención y rendir un debido tributo a su reputada banda sonora, obra de Ron Goodwin, que imprime un plus de tensión en la película y adereza mayor expresividad a las escenas que acompaña y que, además, quizás por esa misma razón de base, ha constituido uno de los elementos que más ha trascendido del film con el paso del tiempo, aun por encima de aquel. Escenas como el enfrentamiento de miradas entre el general de la Wehrmacht y el oficial von Hapen, de la Gestapo, tampoco tienen pérdida.


LO PEOR DE LA PELÍCULA. Quizás por influencia del guionista, Alister Mac Lean, popular autor de novelas de acción por aquel entonces, la película peca de fantasiosa e inverosímil en demasiadas escenas, lo que constituye una rémora en cuanto al buen semblante general de “El desafío de las águilas”. Los ejemplos susceptibles de traer a colación son múltiples pero bástese citar, a este respecto, la escena en la que el teniente Schaffer mantiene a raya a todo un regimiento alemán en un pasillo de la fortaleza con apenas dos subfusiles, los cuales dispara cada uno con una mano, cerrando los ojos y con plenitud de acierto en cuanto a sus objetivos, además de, al tiempo, evacuar las granadas que le lanzan e inutilizar una ametralladora que los alemanes emplazan en el lugar de ataque. Unas escenas a lo “Rambo” unidas a una congénita torpeza, inutilidad y nula puntería de unos alemanes que mueren por decenas. Amén del prototipismo propio de la época, supone un pequeño resbalón en una gran película, pero se hace notar.


COMPARACIÓN. En una época donde las producciones de acción con misiones y aventuras tras las líneas enemigas dominaban el cine bélico, los parecidos que “El desafío de las águilas” puede evocar son cuantiosos. Desde películas anteriores como “Los cañones de Navarone”, basada por cierto en una novela del mismo guionista, hasta otras posteriores como la genial “Los violentos de Kelly” las comparaciones temáticas son innumerables desde el mismo momento en que, mutando todo lo que a la trama se refiere, la organización estructural de todas ellas es idéntica. Sin embargo, tras años de explotación de producciones de tal calibre, con estrepitosas caídas en el género, una película retomó ese hilo argumental para alcanzar el éxito mundial: "Salvar alsoldado Ryan". Y es que salvando la distancia del tiempo y, por ende, de los medios, casi puede afirmarse que estamos ante una película, la de Spielberg, heredera de otra, la de Hutton.

HISTORIA. Sin ningún género de dudas fue la Segunda Guerra Mundial el período histórico en el que proliferaría con mayor notoriedad la actividad de los comandos de asalto y grupos de élite, como el que vemos en la película. El hecho de recibir preparación específica, además de tratarse de gente que había pasado por un proceso de selección personal en muchas de las ocasiones, les confería las habilidades precisas para acometer las difíciles misiones que tenían por encomienda. Y aunque la existencia de estos grupos de élite se haya constado ya en la Gran Guerra, generalmente con la misión de acabar con los nidos de ametralladoras, y a pesar de que su especialización de los mismos se ha incrementado con el paso del tiempo, fue en los años de la Segunda Guerra Mundial donde sus grandes gestas pusieron de manifiesto la importancia para un ejército de contar, no sólo con fuerzas regulares, sino la imperiosa necesidad de dotarse de personas capaces de alcanzar objetivos muy concretos.

Son múltiples las operaciones de este calibre llevadas a cabo a lo largo de la contienda aunque ninguna de ellas tuvo lugar en el castillo de Schloss Adler (“castillo del águila” en alemán, lo cual evoca rápidamente el título del film ahora comentado). Sí fueron efectivamente llevadas a cabo misiones en la retaguardia de las líneas enemigas en todos los frentes y con diversa suerte en su éxito. Muchas de ellas, abocadas al fracaso, no han hallado su reflejo en la historia. Tomaremos, pues, dos ejemplos con resultados bien distintos.


Una primera, cuyo resultado no ha trascendido como debiera es el asalto al campo de prisioneros alemán de Hammelburg, operación dirigida personalmente por el siempre controvertido general George S. Patton llevada a cabo mediado marzo de 1945. Los problemas de la referida misión eran de raíz: desviar un destacamento de fuerzas para un objetivo secundario cuando todos y cada uno de los efectivos era preciso en un momento crucial y, sobre todo, a la luz del agotamiento general era poco menos que una locura militar. Además, el campo no sólo se hallaba tras la línea de defensa alemana (línea defensiva conocida como línea Sigfrido) y más allá del río Rhin, sino que dicha zona de avance estaba fuera de la competencia territorial del ejército de Patton, circunstancia de la que este fue advertido por su superior, el general mayor Eddy, quien tachó siquiera la concepción del plan como absurda. No obstante, la persistencia de Patton dio los frutos deseados. El problema de dicha operación fue la improvisación ya que, comenzada esta con el capitán Baum (uno de los oficiales favoritos de Patton) al frente de dos compañías, el progreso era lento dado que habían salido de sus líneas sin apenas mapas y la dirección de su avance se guiaba básicamente por las indicaciones de las gentes de los pueblos, no siempre fiables. Además, habían iniciado la misión sin saber la fuerza exacta de cuerpos alemanes presentes en aquel sector, lo que les ocasionó múltiples bajas, aunque por el camino destruyeron una serie de vehículos alemanes cargados en un tren. De noche, dada la desorientación que padecían, tenían que avanzar con luz artificial, lo que los convertía en blanco fácil para los alemanes. Lo más esperpéntico resultó ser la llegada al campo de Hammelburg dado que una de las compañías alcanzó dicho lugar y procediendo a la liberación de aquel campo. El problema es que el número de oficiales prisioneros de diversos ejércitos, sobre todo serbios, excedían los cálculos de Patton por lo que de de los 300 tuvieron que llevarse 200 con ellos y el resto enviarlos a pie a su suerte. La desgracia para los soldados liberados y para los oficiales enviados andando fue que la otra compañía americana, al ver una columna de hombres vestidos de gris (uniforme serbio) los tomó por alemanes, y decenas de ellos perecieron allí mismo. El regreso fue toda una odisea para las fuerzas de Baum, quien fue herido y hecho prisionero por los alemanes, perdiendo las dos compañías prácticamente a todos sus hombres. Lo malo para Patton fue que se descubrió que la verdadera motivación para el asalto al campo de Hammelburg había sido que allí se hallaba prisionero su yerno, marido de su hija Beatrice, el teniente John K. Waters. El enfado de Eisenhower fue de órdago.


Una de las más sobresalientes misiones tras las líneas enemigas fue la llevada a cabo por las fuerzas alemanas el 10 de mayo de 1940: el asalto al fuerte belga de Eben Emael. Situado en un punto clave para el ataque alemán sobre las fuerzas francesas e inglesas esta fortín bloqueaba el lugar de avance de las fuerzas terrestres alemanas puesto que sus cañones de gran calibre y sus 1.200 hombres que integraban su guarnición parecían erigirla en un punto inespugnable. A ello se sumaban los numerosos canales y el río Meuse, un muro de cuatro metros con zanjas antitanque y alambradas (dirigidas a nidos de ametralladoras) por todos los flancos. La fortaleza contaba con 64 puntos fuertes y cada uno alojaba gran variedad de piezas de artillería, ametralladoras, así como antiaéreos y contracarros. Estos puntos fuertes estaban protegidos por pesadas cúpulas de acero, con la idea de proteger sus piezas de los bombardeos y de la artillería, además de acompañarse de campos de minas. El problema esencial residía en el hecho de que dicha fortaleza y su arsenal podían suponer un incordio en el avance alemán sobre Francia. La inexpugnable "guerra relámpago" o Blitzkrieg se hallaba ante una encrucijada: superar dicho punto era providencial para futuras maniobras; sin embargo, la base estratégica de dicho sistema se veía obligada, como lo haría muchas veces a los largo de la contienda, a una adaptación de orden táctico. El encargado de planificar el asalto a la fortaleza fue el general de División Kurt Student, hombre estudioso e imaginativo. Dado que no era posible acometer el fuerte ni por tierra ni mediante ataques aéreos estableció un ataque en dos bandadas con notable éxito. Un sector de la 7ª División Aerotransportada, llamado “Grupo de asalto Granito” (Granite), dirigido por el sargento Helmut Wenzel y por el teniente Witzing, aterrizaría de madrugada sobre el fuerte, descendiendo sobre él en los planeadores DFS 230, con el objetivo de anular sus cañones y defensas, cometido que llevaron a cabo con gran éxito gracias a la rápida labor de los zapadores paracaidistas y a la buena preparación para el combate del resto de los integrantes que solventaron las escaramuzas con las fuerzas belgas sin apenas dificultades. Un segundo grupo, el 51 Batallón de ingenieros paracaidistas, estos llegando por medio de botes neumáticos a través de los canales, remataría la labor de los primeros. Se había llevado a cabo la primera operación aerotransportada a gran escala de la Historia.


Indudablemente, se trata sólo de dos ejemplos pero que ponen de manifiesto como en la Segunda Guerra Mundial se innovó el arte de la guerra, punto del que el cine bélico se ha beneficiado y que, a la postre, demuestran el porqué del éxito cinematográfico de las producciones ambientadas en esta época, sobre todo en aquellos años. Es por esta razón que, a veces de modo persistente en exceso, se suplica en pro del buen hacer en estas cuestiones por oposición a la industria de la lastimería fácil que tanto desluce al cine de ambientación bélica y con la que se hace un flaco favor a este.


APARTADO TÉCNICO. Lo que no puede negársele en modo alguno al señor Hutton es el mérito de que bien que el período de producción de “El desafío de las águilas” fue más bien breve consiguió un semblante técnico digno de las mejores películas. Pero, en este punto, su equipo de producción, aun vertiendo en el film varios vehículos Kubelwagen, camiones Opel Blitz, aviones de combate, alguna Luger, vehículos de época o un par de ametralladores MG-42, consideró el estructurar la dotación armamentística entorno a tres elementos. El primero de ellos, el subfusil Schemeisser alemán, quizá con una superabundancia que resulta aberrante, aun a pesar del Sten Mark I que porta el Coronel Turner en una de las escenas finales. El segundo, el avión de transporte, también alemán, el Junkers JU-52, alquilado ex professo a la Fuerza Aérea Suiza (se deduce por su identificación lateral). Y, finalmente, un helicóptero cuya presencia resulta un tanto pretenciosa y anticipada porque, si bien dicho aparato ya resultaba operativo en aquel entonces, resulta difícilmente creíble que la Luftwaffe, en plena crisis de producción de aviones y perdido el dominio aéreo, pusiese a disposición de sus fuerzas algún helicóptero. Las indumentarias, por momentos anárquicas en su presencia, aportan un mayor sustento al apartado técnico dada su corrección, señaladamente los uniformes de las divisiones Gebirgsjager, divisiones alpinas, con su característica seña del la flor Edelweiss.


ERRORES. Haciendo caso omiso de las referencias técnicas y sus superficiales deficiencias (así, algún fusil Mauser K-98 entre los MP-40 daría una mayor prestancia técnica), la mayoría de los errores presentes en la cinta constituyen errores de lógica, muchos de ellos introducidos so pretexto de catalizar el argumento, pero que no dejan de erigirse en incongruencias que hacen que el resultado de la trama no sea del todo pulido. Así por ejemplo puede referirse la escena en la que Smith afirma ser hermano del mismo Heinrich Himmler (Comandante en Jefe de las SS), cuando los parientes de éste eran sobradamente conocidos por los alemanes y Smith portaba un uniforme de la Wehrmacht, no de las SS; no obstante, el soldado se traga tan burda historia. Otro buen ejemplo en esta sede es el momento en el que Smith y Schaffer se asombran por los intensos controles de entrada a la estación del teleférico que conduce al castillo y que, sin embargo, consiguen eludir con una estúpida conversación. Adolece también de errores de planteamiento dado que no se justifica en modo alguno el porqué no bombardear el castillo, sobre todo teniendo en cuenta para lo que se enviaba al grupo de asalto al mismo.


LA FRASE. “El hombre capturado, el general Carnaby, es un americano. Si acabáramos con él, el general Eisenhower abriría un segundo frente contra nosotros, no contra los alemanes. Es preciso guardar cierta delicadeza con nuestros aliados” (Almirante Roland). Aunque no es una sentencia magistral, ni mucho menos la mejor que nos deja esta cinta, sí nos pone en bandeja una perfecta sinopsis del film expresada en boca de uno de los personajes. Por otro lado, sí son dignos de destacar varios diálogos y escenas, de la que me permito destacar el saludo nazi a un guarda alemán del personaje de Eastwood alzando el brazo y soltando un seco “¡Qué hay!” en lugar del debido “Sieg Heil!”. Soberbio.


PARA QUIEN. Cine bélico clásico, del bueno, de calidad y por tanto de recomendado visionado para todos los públicos y obligatorio para los catadores de cine bélico. No obstante en un plano didáctico resulta poco productiva, toda vez que su argumento es puramente literario y no se ampara en ninguna batalla ni acontecimiento concreto. Pese a ello merece la pena para quien, como el autor de estas líneas, disfrute con un despliegue armamentístico meridianamente aceptable al margen de la trama.


VALORACIÓN. Los errores pesan pero, teniendo en cuenta los medios de que se disponía por el año 1968 y el público para el que se hacían esta suerte de filmes, el espectador ha de obligarse a si mismo a disculparlos y reconocer en películas como esta un monumento al cine bélico de categoría. Sobre todo porque, además de las congénitas dificultades técnicas, la producción también tuvo sus propios y curiosos entramados problemáticos: el papel de Schaffer estaba designado para Lee Marvin (“Doce del patíbulo”) ante cuya negativa hubo de requerirse a un joven y aun bastante desconocido Clint Eastwood el cual solicitó, a su vez, un plus salarial por tener que aparecer en segundo lugar en los créditos. Quebraderos de cabeza en la producción y curiosidades aparte, no cabe duda que aunque el tiempo produzca desgaste en películas de este calibre ello no es obstáculo para defender la más plena vigencia de “El desafío de las águilas” frente a muchas de las más recientes producciones.

domingo, 1 de enero de 2012

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS (THE BOY IN THE STRIPED PYJAMA)



SINOPSIS. La trama nos sitúa en el Berlín del año 1942 aproximadamente. Basándose en el libro de John Boyne, el director, Mark Herman nos presenta a Bruno (Asa Buttefield), un niño de 8 años e hijo de un oficial alemán perteneciente a las SS vive la guerra desde su infantil y alegre visión del mundo, sin mayor preocupación que su propia diversión. Todo cambia cuando su padre es elevado de rango con el consecuente cambio de funciones, lo que obliga a toda la familia a abandonar su hogar y mudarse a una mansión situada en el campo. Allí comienza una nueva vida en la que la familia comienza a adaptarse. No obstante, Bruno empezará a darse cuenta de que su visión del mundo no encaja del todo con la realidad y comienza a experimentar cierta curiosidad sobre lo que le rodea, sobre todo una vez que conoce a Shmuel (Jack Scanlon) un niño judío de su misma edad pero que vive en unas circunstancias totalmente distintas.


LO MEJOR DE LA PELÍCULA. Estamos ante una película que, dadas sus pretensiones (que luego se analizarán), prescinde de los más elementales y necesarios elementos que pudiesen otorgarle un grado cualitativo digno en cualquier aspecto, puesto que además la ausencia de combates o refriegas contribuye notablemente a ello. No obstante lo cual, pueden reseñarse la atención puesta en los uniformes de los oficiales de las SS, con una correcta distribución de enseñas en galones y solapas, así como los bien recreados ambientes interiores en las grandes reuniones familiares y una cuidada fotografía.


LO PEOR DE LA PELÍCULA. Casi podría decirse que lo peor de esta película es la película en sí mismo considerada. Una película basada en la explotación comercial del Holocausto judío, en la lagrimería fácil y una pretenciosa sensiblería adoctrinadora no merece menos, toda vez que no hace sino traer a colación aquella máxima que una vez pronunció cierto analista cuando dijo que la cruz gamada en un libro (y por extensión, en una película) potenciaba la comercialización del mismo. He aquí que lo mismo acontece en esta película en particular y en esta forma de hacer cine en general. Sólo a base de inexactitudes, frases sueltas cuyo contenido se quiere dejar sobreentender al espectador e imágenes de contenido tan pretencioso en lo moral como falso en lo histórico, se pretende azuzar las conciencias y catalizar la cuestión del Holocausto tan desgastada. Abusa de las frases que se dejan sobreentender en demasía e incluso escenas inconclusas cuyo término se deja a la ya condicionada imaginación del espectador.No busca tanto criticar falsamente el nacionalsocialismo, que también, sino seguir en ese iter creador de simpatía para con ciertos intereses del presente, zahiriendo la conciencia del pretérito y utilizando la muerte de personas como motor de pretextos políticos con base en hechos pasados cuyas sombras no han sido disipadas. Se trata de una suerte de peligroso cine político, que pone de manifiesto que los hechos del pasado son claves en la configuración del presente (verbi gratia, Palestina), y de ahí que su esclarecimiento se erija como ardid clave de un juicio de los hechos que a lo largo de los años y desde la Segunda Guerra Mundial han venido sucediendo. Lo malo, llegados a este punto, la propia conciencia engendrada por esta suerte de películas, cercena ese cauce. Veritas liberabit vos.


COMPARACIÓN. Por insultante que resulte para la comparada, no pueden negarse los parecidos de raíz que “El niño del pijama de rayas” guarda con “La vida es bella” de Roberto Benigni. Pero no hay color. Mientras la primera se centra en una suerte de lagrimería fácil y gratuita sobre el pretexto único y exclusivo del Holocausto (fuera del cual carecería de sentido y no resultaría entendible), la segunda consigue tocar la fibra sensible del espectador reflejando de un modo único en la historia del cine bélico el lado amargo de las guerras sirviéndose del en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y del cautiverio de unos prisioneros de los alemanes (y sin dar cabida a exageraciones históricas) pero que perfectamente sería trasladable a cualquier otro bando o momento histórico. Es la diferencia entre el arte del cine de buena factura y el cine puramente comercial, con la particularidad de que ambos toman el mismo tema como ámbito del desarrollo de sus historias. El fenómeno del Holocausto es tema común en el cine y se presta a la sobreexplotación con películas equiparables a las que se acaban de referir, pero siempre por debajo de la altura del listón de “La vida es bella”, como puede ser “Sin destino”, también centrada en la óptica de un joven judío u otras de un cariz similar.


HISTORIA. Al pasar “El niño con el pijama de rayas” por el tamiz de los hechos históricos se hace obligatoria la referencia al fenómeno del conocido como Holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial a manos de los nazis y sus SS. Un tema muy manido en el cine, pero que no lo es menos en la Historiografía si bien desde un punto de vista menos ocioso dadas las controversias que plantea. Es imperativo poner de relieve que en este espacio no se pretende dar cabida a ninguna tesis que no tenga sustento histórico, sino simplemente plantear un debate acerca de unos hechos, a la vez que arrojar luz sobre los mismos, dado que es un tema tabú en casi cualquier orden de la vida aun para los historiadores que, por su oficio, pretenden conocer más a fondo acerca de esta cuestión pero que topan con las barreras de la interdicción mediática.


Es menester, pues, a este respecto comenzar por un sucinto análisis de la cuestión cuantitativa del Holocausto. Las fuentes oficiales han venido mencionando históricamente la cifra de los 6 millones de muertos judíos (en una guerra en la que murieron 60 millones de personas) en los campos de concentración alemanes, de los cuales, a título de ejemplo, cuatro de ellos fueron masacrados en Auschwitz y casi un millón en Treblinka. Hasta aquí todo parece claro y es hasta ahí donde sólo llega, y permite llegar la Historia oficial. Un mínimo de análisis sobre esas cifras no hace sino ensombrecer su pretendida claridad.

Pero, se parte de un vicio inicial, dado que nunca ha sido hallado el documento que pruebe la existencia de órdenes de tal "exterminio", aunque sí de deportaciones. Sólo se arguyen malévolas interpretaciones o lecturas entre líneas  como pruebas de un hecho de tan notoria y clara realidad. Los rusos alegaron en Nuremberg que los alemanes habían quemado la documentación al abandonar el campo de Auschwitz, dándose por probado el contenido de unos documentos que no pudieron ser aportados al proceso; sin embargo, con la caida de la Unión Soviética aparecieron numerosos documentos sobre el campo, ninguno de los cuales daba por buenas las tesis oficialistas obre las órdenes de exterminio, motivo por el cual el hecho de tal aparición fue silenciado.

Por un lado, aritméticamente no es dable la magnitud de esa cifra, toda vez que en toda Europa había entonces unos 5.800.000 judíos (así lo constatan los datos la Enciclopedia Británica, de la organización Sinagogas de América y otras fuentes). Y esa cifra incluye, la población judía desde España a los Urales, es decir, que incluye la población de países que no fueron ocupados por Alemania así como los judíos que emigraron a otros países, por lo que se trata, en suma, de un imposible aritmético. Además, aun persistiendo en la cifra de los seis millones de judíos muertos en el Holocausto, la cifra oficial ha venido siendo reducida veladamente desde los 6 millones supuestamente oficiales pasando por los 300.000 que recontó el noticiario británico Welt in Film hasta los apenas 75.000 que apuntó el diario alemán Frankfurter Rundschau a finales de los noventa. De este hecho ha dado buena cuenta la placa conmemorativa de lo acontecido en Auschwitz la cual ha tenido que ser cambiada en diversas ocasiones dado lo indeterminado de la cifra; la que manifestaba que allí habían perecido 4 millones de personas no tardó en ser substituida por otra en la que reducía tal cifra a millón y medio. Además, hay que tener presente que la manida cifra de los 6 millones era conocida, y manejada como tal por la propaganda, antes del desmantelamiento de campos de concentración como Auschwitz, tal y como consta en los diarios de la época. De facto, se trata de una cifra manejada ya en el ocaso de la Gran Guerra, pero que no cuajó en la opinión pública.


Lo que en ningún caso se menciona es el hecho de que los que tristemente allí perecidos lo fueron por causas diversas. En la Europa de la guerra, como suele acontecer en los territorios en periodo bélico, se desató una epidemia de tifus, una enfermedad transmitida por piojos o pulgas, para cuyo tratamiento se utiliza un gas licuado derivado del ácido cianhídrico llamado Zyklon B. Además, en los campos de prisioneros, se adoptan otro tipo de medidas como el corte de pelo a los presos y el cambio de su ropa por uniformes de presidiarios previamente higienizados estés. He aquí que para esto resulta útil dicho gas aplicado sobre los uniformes actuando como desinfectante, si bien resulta muy tóxico (bien que los testigos de los juicio de Nuremberg afirmaron que los soldados no llevaban máscaras ni protección alguna). Supuestamente, se trata del gas utilizado por los nazis para llevar a cabo el exterminio de los judíos, pero biólogos e investigadores que se han centrado en la cuestión (como Germar Rudolf o el historiador judío Norman Fingelstein) han hallado pruebas evidentes no sólo de la imposibilidad de que se hubiera podido cometer un exterminio por medio de aquel gas, sino que éste no pudo haber sido nunca utilizado en lo que hoy se muestran como cámaras de gas. En este sentido, resulta providencial traer a colación el Informe Leuchter, aportado por el especialista canadiense en cámaras de gas Alfred Leuchter en la causa seguida contra el historiador Ernst Zundel por negar el Holocausto. Pues bien, dicho informe aportado como prueba al proceso, con el objeto de dilucidar si la tesis defendida por el historiador tenía base suficiente, pone en evidencia que en lo que hoy se muestran como las cámaras de gas de Auschwitz nunca se utilizó el Zyklon B. Y no pudo serlo porque se trata de un gas de fácil impregnación (caracterizado por dejar un rastro azul), y de las muestras tomadas por el señor Leuchter en Auschwitz sólo aquellas tomadas en los cuartos de la ropa, y no las de las cámaras, tienen rastros del gas. Tal informe, muestra además, comparándolas con las cámaras de gas actuales presentes en Estados Unidos, cómo las supuestas cámaras de gas de los campos alemanes no podían servir como tales por sus características. Aun cuando el Zyklon B pudiese prestarse para el asesinato en masa de personas la base para que el gas pudiera ser efectivo en ese sentido no se cohonesta con la existencia de paredes mal hermetizadas, rendijas bajo las puertas, ventanas sin especificidad alguna o con la ausencia de un sistema de elevación de temperatura o sistemas de aspersión y dispersión del gas. Hay que añadir una nota curiosa apreciada por el técnico en su informe; y es que se afirma que las cámaras de gas de Auschwitz se llenaban de personas hasta tal extremo que muchos morían directamente por asfixia algo que al señor Leuchter no le cuadró demasiado con las circunstancias reales de la supuesta cámara de gas del Auschwitz-Bierkenau: la puerta de éste, tal y como está, se abre hacia adentro, lo que imposibilitaría la recogida de los cuerpos.

A ello cabe sumar mayores desazones aritméticas que provocan las incongruencias. Cabe señalar que los crematorios no estaban presentes en apenas algún campo, aun cuando según lo constatado en la pantomima de los juicios de Nuremberg, estaban presentes en todos los campos dado que así lo afirmaban diversos testimonios. Testimonios que aseguraban la presencia de hornos crematorios allí donde nunca existieron, según se ha constatado, pero cuya validez procesal no fue nunca desestimada aun cuando diversas personas fueron condenadas a muerte en base a esos mismos testigos. Un buen ejemplo de tal circunstancia fue Ernst Kaltenbruner, comandante de las SS en Mathausen, de quien se aseveró que él mismo arrojaba los cadáveres al horno crematorio, cuando se ha aceptado que en aquel nunca hubo tal dispositivo. En otro orden de cosas, y ateniéndonos al sólo ejemplo de Auschwitz (en donde efectivamente había un rudimentario horno), cabe señalar la imposibilidad de que se quemasen todos los cuerpos que se afirma que allí se cremaron. Y ello porque, aun con la capacidad de un horno crematorio actual (dos o tres cuerpos por día), supondría que tal horno habría de estar quemando cadáveres día y noche hasta 2048, y aún más si, como se afirma, antes de cremarlos se le extraían as piezas dentales de oro (algo que a un especialista y con el material adecuado le supone al menos quince minutos) o extraerle la grasa para hacer jabón. De cumplirse los términos cuantitativos en relación de personas y espacio en la cámara de gas de Auschwitz ello supondría que habrían de llenar de prisioneros la cámara de gas a razón de 33 personas por metro cuadrado, lo cual supone un nuevo imposible. Lo que llama poderosamente la atención en estos términos es que en las fotografías del campo de Auschwitz obtenidas por los bombarderos B-17 que volaron sobre él no sólo no se aprecia rastro del humo de unos hornos que según los supervivientes funcionaban día y noche, sino que ni siquiera se advierte la existencia de chimeneas. Por ello, resultan fuera de todo lugar esas imágenes tan frecuentes en el cine, con chimeneas industriales saliendo del tejado de los hornos crematorios.


Fueron precisamente tales bombarderos, hecho al que no se alude nunca, los que, al bombardear las vías de comunicaciones alemanas, imposibilitaron la llegada de víveres a los campos de trabajo, lo que ocasionó una epidemia de hambruna y azuzó el maceramiento de la cepa de tifus que padecieron tanto los presos como los soldados, si bien se cebó especialmente con aquellos aunque éstos hicieron lo posible por hacer sostenible la situación.

Lo que está fuera de toda duda, aunque en el film se incida en ello, es la posibilidad de que con los cadáveres los alemanes produjesen jabones o hiciesen botones de camisas. Y esta es una circunstancia de cuya inexistencia han dado buena cuenta los historiadores revisionistas y una verdad a la que hasta los más recalcitrantes holocaustólogos se han avenido. En verdad, se trataba de propaganda de la Primera Guerra Mundial, de la que el propio Churchill manifestó dudas en lo tocante a su credibilidad (“No sé por cuanto tiempo podremos mantener esto”, dijo), pero utilizada para legitimar su propia causa en los momentos más críticos convirtiendo en su caballo de batalla aquello de que “La mejor distracción es la propaganda de las atrocidades del enemigo”.

Es por tal razón que podemos dar un crédito inatacable a lo que la historia oficial y mediática nos vende o, como seres racionales, plantear las cuestiones so pretexto de poder determinar lo que fue cierto y lo que no de la Segunda Guerra Mundial. Si de ello sale apenas una cuestión en claro, este espacio habrá cumplido su cometido para con la Historia, siempre dentro del constitucional derecho a la libre conciencia y conocimiento en contra de la cual no cabe establecer prohibiciones sobre aquellos terribles acontecimientos que la Historia oficialista no quiere ni permite aclarar. Y es que el Holocausto, y la verdad sobre su magnitud, son la base jurídica sobre la que se asienta la creación de un Estado y un nuevo orden en oriente a favor de aquel. En otra entrada se hará la pertinente alusión, y con el detalle que merece, a los “juicios” de Nuremberg, otra pieza de este puzzle mediático.



APARTADO TÉCNICO. Nulo. La línea seguida por el filme y sus fines de explotación comercial del Holocausto conlleva, a la postre, y como suele acontecer con estas películas, una dejadez en lo técnico-militar que la desacredita como película bélica. Apenas algún Mercedes de época y la aparición fugaz de una MG-42 en una moto sidecar constituyen el limitado catálogo armamentístico de “El niño con el pijama de rayas”.


ERRORES. En relación con lo antedicho en las circunstancias históricas, se aprecian errores de calado por doquier. Así, por ejemplo, se aprecia cómo las cámaras de gas que aparecen en la película semejan auténticos pabellones cerrados herméticamente, lo cual, por lo referido anteriormente, es falso. Por lo demás se aprecian errores de lógica, siempre al servicio de hacer todo más tristemente simbólico; buen ejemplo de ello es la ventana elevada del cuarto de Bruno desde la que se ve el campo, que se empeñan en taparle, cuando habría bastado con cambiarle de cuarto. También llama la atención el hecho de que la abuela de Bruno increpe continuamente el uniforme del padre del niño, dado que era lugar común en la mentalidad alemana que la pertenencia al oficio castrense, tan arraigado en ellos, fuese motivo de orgullo.


LA FRASE. “Mi padre es soldado pero no de los que quitan la ropa a las personas porque sí. Se encarga de hacer que todo sea mejor para todos.” (Bruno). Esta frase resume perfectamente la esencia de lo que la película pone sobre la mesa: frases de sobreentendimiento fácil para quien no está ducho en el tema so pretexto de agitar la conciencia del espectador sobre tales hechos poniéndolos en el papel dócil e inocente de un niño, aunque su verosimilitud brille por su ausencia. 


PARA QUIEN. Buena película para quienes busquen un análisis de la perspectiva psicológica ante el fenómeno de la muerte o, mejor aun, para quienes busquen la perspectiva más abrupta de la cuestión del Holocausto (en el sentido de que se aborda de una forma pretenciosamente comercial). Por lo demás, sin valor a la luz de un análisis del fondo histórico o de la perspectiva militar, carece de valor.


VALORACIÓN. Pese al buen papel de Assa Buttefield, y algunos puntos muy concretos de la película, no puede menos que hacerse una calificación negativa de esta película en particular y las de su tipo en general. Y es que, por un lado, comercializar el fenómeno de la muerte de personas, bien pensado, no deja de ser algo macabro si no se maneja la cuestión con la “cintura” que merece el tema. Por otro lado, por que parece que se pretende poner en alza una constante: el hecho de que la muerte de una persona vale más en función de su condición o de su raza, así como en función de quien sea el victimario; hecho que supone poner el acento en las causas y no en el fallecimiento en sí, trivializando unas muertes y ensalzando otras. En definitiva, cine no recomendable y un deleznable desprecio para quienes gustan del cine bélico en estado puro y sin injerencias.